Egon Schiele fue un pintor vienés de principios del siglo pasado asociado a la corriente expresionista. Discípulo y protegido de Gustave Klimt y contemporáneo de otra gran figura como Oskar Kokoschka. Schiele murió joven, a la edad de 28 años, pero en tan breve vida le dio tiempo a concentrar un arte provocativo e inusual por lo explícito de la sexualidad retratada en sus obras.
Su empeño en plasmar a sus modelos en posturas lascivas, le valió en alguna ocasión el calificativo de pornógrafo. Y es por esas estampas eróticas por donde el protagonista de la novela de Mario Vargas Llosa comienza a explorar e indagar en su propia pulsión fetichista. Un poco a la manera de los estudios de Freud -otro contemporáneo de Schiele en Viena, si bien no está documentado que se llegasen a conocer- con la histeria y su posible conexión con una sexualidad reprimida.
De Schiele se ha dicho que tenía una personalidad narcisista con rasgos exhibicionistas. Para ello se aduce la cantidad de autorretratos con gestos y posturas inverosímiles que pintó. Pero me vienen a la cabeza otros renombrados artistas -Rembrandt, sin ir más lejos, de quien también escribimos recientemente en estos cuadernos- con similares tendencias.
Seguramente, un pintor es, él mismo, el modelo más barato y a mano que se pueda tomar. Por no hablar de que semejante afición en la actual era de facebook, twitter, youtube y demás blogsfera -sexting incluido-, serviría únicamente para tacharle de "normal". Si hay algo digno de ver y de recrear en las láminas eróticas de Egon Schiele, la mirada literaria de Mario Vargas Llosa supo elevar a la enésima potencia la categoría artística de aquéllas.
De propina, un sucinto fotomontaje musical / canción repelús con los burdeles de La Casa Verde y The House of the Rising Sun de fondo.
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