jueves, 29 de noviembre de 2018

Triángulo de Amor Bizarro


El sol ya despuntaba en el horizonte cuando me he levantado de la cama y he ido al baño a vomitar. Un agudo dolor de tripas me había estado taladrando el cerebro las últimas dos horas. Para mi alivio, vaciar mi estómago y olvidarme de las preocupaciones que atenazaban mi mente y mi cuerpo, ha sido todo uno.

Como por arte de magia, las pesadillas que habían invadido mi sueño han pasado a un segundo plano. Cualquiera diría que existe una conexión directa entre los sesos y las entrañas. He aprovechado para limpiarme los dientes y me he restregado la cara con energía en el lavabo.

Enrique no iba a conseguir salirse con la suya. Me he metido en la ducha de un salto maldiciendo entre dientes al cabronazo de mi amigo Enrique. Si no fuese por él, no me habría endeudado con el banco. Solo yo soy responsable por firmar el condenado crédito, pero ha sido Enrique quien me ha liado en este embrollo.

En una semana será San Valentín y Enrique lleva meses queriendo darle una sorpresa a su novia: una esclavilla de plata, nada menos. Patricia desprecia la bisutería y le disgusta el oro porque le parece de chonis. Como Enrique y Patricia están empeñados hasta las cejas con el alquiler de su piso, Enrique me pidió por su cumpleaños -el 20 de Enero- que, como su mejor amigo que soy, le financiase el regalo de Patricia. Personalmente, tampoco ando sobrado de pasta. Así que ayer, cuando la dependienta de la joyería me ofreció la posibilidad de pagar la pulsera en módicos plazos, zanjé el tema con un castizo no se hable más.

Ahora tengo que vestirme a toda prisa porque llego tarde a mi cita con Enrique y Patricia. Voy a afearle a Enrique que no me ha gustado nada tener que fiarle los caprichos de su novia. Y no me pienso arrugar, expondré la verdad con crudeza, aun a riesgo de causarle un disgusto a Patricia. De hecho, si fuerzo la conversación y dejo en evidencia a Enrique, es muy probable que Patricia se ponga de mi parte. O mucho me equivoco o puede que hasta se enfade con Enrique y, a más a más, le deje plantado con San Valentín y su esclavilla de plata por testigos.

Cuando llego al bar Patricia ya está dentro, sin sospechar la escena que le voy a montar a Enrique.

- ¿Todo bien?, nos saludamos con un beso según me acerco.
- Acabo de colgar con Enrique, me ha dicho que se retrasa por una reunión de trabajo que le ha surgido en el último momento, me recibe con un movimiento de su melena azabache que agita el aire a su alrededor y lo impregna de su intensa fragancia de rosas.
- Enrique en su línea, siempre haciéndose de rogar, tuerzo el morro en simetría con el velado gesto de reproche que atisbo tras su media sonrisa.

- La verdad es que últimamente me tiene un poco harta con sus secretos, sus silencios. He empezado a llamarle Enrique el Misterioso, Patricia me clava una mirada suspicaz en busca de mi confirmación de sus sospechas. En ese momento, un camarero cruza entre nosotros a la carrera y tengo que hacer una finta para esquivarle.
- Tranquila, será una racha de exceso de trabajo que enseguida pasará. Por lo demás, ¿qué tal os va?, le miento y muestro mi interés por su bienestar, mientras me acompaño de un movimiento del brazo izquierdo como restándole importancia al huidizo comportamiento de Enrique.

Por ahora he evitado sonrojarme con su indagación a bocajarro, pero lejos de atenuar los celos de Patricia, observo que unas incipientes lágrimas comienzan a perlar los bordes de sus párpados. Pero Patricia no va a llorar delante de mí, no antes de haberme extraído la confesión que espera sonsacarme.

Y es entonces cuando la traición a Enrique empieza a abrirse paso en mi subconsciente como compensación por la deuda que me ha hecho contraer. La obligación de pago del préstamo me carcome las vísceras. Traicionar a Enrique, en contraprestación, tildándole de infiel, se me antoja excesivo. Sin embargo, tras esta acusación, se me abrirían las puertas del corazón de Patricia, matando así dos pájaros de un tiro. Deleitarme con la cara que pondría Enrique, compuesto y sin novia, al ver cómo me regodeo paseando delante de él colgado del brazo de Patricia, no tiene precio.
Cojo a Patricia de la mano y la invito a acompañarme hasta la mesa más cercana. Sentados de frente, veo que la niebla de sus ojos empieza a disiparse y que un brillo esmeralda se vislumbra al fondo de sus pupilas.

- Tengo la sensación de que Enrique me engaña con otra ¿sabes de lo que te hablo, Fernando? Necesito que me ayudes, me camela haciendo ojitos y meneando la cabeza con desmayo. El camarero rompe el momento para tomarnos nota. Patricia se decanta por un café con leche templada sin lactosa y sacarina, yo me inclino por un cortado sin aditamentos.

La interrupción del camarero ha vuelto a poner un velo de rencor en la mirada turquesa de Patricia. Me toca averiguar si su odio va dirigido solo a Enrique o si me incluye a mí como presunto cómplice. Tendré que echarle imaginación para escurrir el bulto de mi supuesta culpabilidad y darle la vuelta a mi favor. Ganarme la confianza de Patricia se me hace tarea complicada, máxime cuando su cambiante estado de ánimo parece deslizarse por una montaña rusa emocional.

Con aire tranquilizador, poso mi mano en la suya, mientras precipito mis ojos en los suyos diamantinos. La sorpresa asoma a su boca en un rictus de desagrado. Hago el ejercicio de dilucidar si su extrañeza se debe a mi taimada maniobra de acercamiento o se trata más bien de una simple reacción al sabor amargo del café. Acaba de darle un sorbo corto y se queda mirando fijamente la taza con un gesto contrariado. Levanta la cabeza y me pilla desprevenido, concentrado en el grácil dedo meñique de su mano derecha que me apunta acusador.

- Dime que lo sabes, confírmame que la conoces. ¿Con quién me la está dando Enrique? ¿Verdad que me pone los cuernos? ¡Fernando, tienes que decírmelo!, su interpelación sube de volumen a la par que su expresión se vuelve más tensa y se le hinchan las venas del cuello, hasta el estallido final de histeria apenas contenida en el que se le inflaman los carrillos. Me avergüenzo por el numerito que me está montando e, instintivamente, dejo de aguantar su directa mirada para otear a los lados, nervioso, preocupado por si algún conocido presencia nuestra escena de enamorados mal avenidos.

- No sé de qué me hablas. Haz el favor de relajarte. ¡Cálmate, la gente nos está mirando!, le increpo en un susurro, trato de tranquilizarla. Con un molinete de mi brazo derecho intento frenar sus aspavientos. Y en el forcejeo desplazo con el codo mi taza, que se tambalea hasta el borde de la mesa derramando el café sobre el regazo de Patricia. Excitada y colérica, Patricia se levanta de sopetón, empuja la silla hacia atrás con fuerza y tira al suelo a una emperifollada señora que pasa por su lado.

- Disculpe, ha sido sin querer. Aquí mi novio, que me saca de mis casillas, Patricia se acuclilla por encima de la señora, se interesa por su estado, caída como se encuentra en el terrazo cuan larga es. Parece que todo se ha quedado en un susto. Y Patricia le alarga una mano a la señora para ayudarle a incorporarse. Pero el escándalo que se ha formado en el bar es de órdago y el camarero se abalanza sobre mí para pedirme explicaciones por la agresividad con la que me he comportado con mi ¿novia?

Sin inmutarme, escucho los reproches y amenazas del mal encarado camarero. Mi cerebro en guardia por la declaración de Patricia de nuestro falso noviazgo. Ilusionado por el cariz romántico que toman los acontecimientos, escurro el enfrentamiento con el camarero y me arrodillo junto a Patricia. Me arrimo para ofrecerle consuelo, le paso un brazo por la espalda. Ella no me rechaza. No descarto que se muestre receptiva por la excepcionalidad del momento, los nervios a flor de piel, la sensibilidad entumecida por estar su atención centrada en levantar a la señora del suelo. Tarea en la que colaboro de buen gusto, desligando mi mano de la cintura de Patricia, hasta donde distraídamente la había dejado caer.

En el lance, Patricia ha perdido el zapato de tacón de aguja color burdeos de su pie izquierdo. Lo localizo a mi espalda, me deslizo por debajo de nuestra mesa para recuperarlo y se lo calzo con discreción. Cuando mis dedos rozan sus medias negras de licra con costura a la altura de su tobillo, una descarga de corriente electroestática sacude mi mano. Confundido por el erizamiento del bello de mi cerviz, en un principio achaco a la sensualidad la causa del fenómeno, para inmediatamente desechar tal ilusión y ceñirme a la caballerosidad que se espera de mí para dar por finalizado el episodio.

- ¿Qué tal te encuentras? Menuda faena. Déjame ver cuánto te he manchado. No te preocupes, ya me hago cargo yo del gasto de la tintorería, me ofrezco servicial a solventar los problemas domésticos que nuestra desafortunada disputa ha causado, tres  lamparones como medusas de color tostado sobre la falda de terciopelo granate de Patricia. Su cara, expresivamente irascible, me confunde. A simple vista, las manchas marrones moteadas de borra de café tienen difícil arreglo, eso sí, doy por supuesto que Patricia me hará pagar el desaguisado. Seguramente estemos hablando del doble coste de, llevar la falda a la tintorería por un lado y, en caso de que el resultado de la limpieza no satisfaga a Patricia, reponer la falda accidentada por otra prenda idéntica nueva.

- ¡Vámonos de aquí! Me siento incómoda siendo el foco de las miradas. Acompáñame a hacer un recado. Y a Enrique ya le pueden ir dando, porque no voy llamarle para decirle dónde estamos. ¡Ni  siquiera pienso cogerle el móvil!, sale iracunda y desafiante del bar con tal precipitación que tengo que agarrarla del codo cuando se trastabilla sobre sus stilettos en el escalón de la entrada. Detengo su caída y nos damos de bruces con Enrique, que en ese momento entraba impetuoso por la puerta.

- Ya era hora, llegas tarde. Nos has hecho esperar más de una hora a Fernando y a mí, ¿te parece bonito? ¿No te da vergüenza plantarnos a tu novia y a tu mejor amigo? Esta vez de nada me sirven tus excusas. Tú y yo hemos acabado, olvídate de mí, ya no somos pareja. No quiero volver a verte. Pasa esta misma noche por el piso y recoge tus cosas. Yo dormiré en casa de Fernando ¿verdad, cariño?, la indignación de Patricia, soterrada en las primeras puyas y reconvenciones, ha ido escalando a medida que el estupor aparecía en el rostro de Enrique, para explotar en las imprecaciones de la ruptura sentimental y en una provocación de celos a Enrique conmigo como excusa.

La disfuncional y bizarra relación triangular que nos une bajo el conjuro de Patricia, tensa nuestros rostros y congela nuestros gestos en el dintel de la puerta del bar. Es entonces cuando Enrique saca del bolsillo de su abrigo la caja con la esclavina de plata envuelta en papel rosa con un lazo fucsia. Nuestro regalo para el día de los enamorados. Sobrepasado por las circunstancias, valoro vomitar encima de tamaña injusticia, echar la bilis de mi desazón sobre el objeto de mi descontento, vaciar mis entrañas de la ira que me consume.

Sin embargo, me fundo en un abrazo con Patricia y me sumerjo en sus labios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario