El sol ya despuntaba en el horizonte cuando me he levantado de la cama y he ido al baño a vomitar. Un agudo dolor de tripas me había estado taladrando el cerebro las últimas dos horas. Para mi alivio, vaciar mi estómago y olvidarme de las preocupaciones que atenazaban mi mente y mi cuerpo, ha sido todo uno.
Enrique no iba a conseguir
salirse con la suya. Me he metido en la ducha de un salto maldiciendo entre
dientes al cabronazo de mi amigo Enrique. Si no fuese por él, no me habría endeudado
con el banco. Solo yo soy responsable por firmar el condenado crédito, pero ha
sido Enrique quien me ha liado en este embrollo.
En una semana será San Valentín y
Enrique lleva meses queriendo darle una sorpresa a su novia: una esclavilla de
plata, nada menos. Patricia desprecia la bisutería y le disgusta el oro porque le
parece de chonis. Como Enrique y
Patricia están empeñados hasta las cejas con el alquiler de su piso, Enrique me
pidió por su cumpleaños -el 20 de Enero- que, como su mejor amigo que soy, le
financiase el regalo de Patricia. Personalmente, tampoco ando sobrado de pasta.
Así que ayer, cuando la dependienta de la joyería me ofreció la posibilidad de pagar
la pulsera en módicos plazos, zanjé el tema con un castizo no se hable más.
Ahora tengo que vestirme a toda
prisa porque llego tarde a mi cita con Enrique y Patricia. Voy a afearle a
Enrique que no me ha gustado nada tener que fiarle los caprichos de su novia. Y
no me pienso arrugar, expondré la verdad con crudeza, aun a riesgo de causarle
un disgusto a Patricia. De hecho, si fuerzo la conversación y dejo en evidencia
a Enrique, es muy probable que Patricia se ponga de mi parte. O mucho me
equivoco o puede que hasta se enfade con Enrique y, a más a más, le deje plantado
con San Valentín y su esclavilla de plata por testigos.
Cuando llego al bar Patricia ya
está dentro, sin sospechar la escena que le voy a montar a Enrique.
- ¿Todo bien?, nos saludamos con un beso según me acerco.
- Acabo de colgar con Enrique, me ha dicho que se retrasa por una reunión
de trabajo que le ha surgido en el último momento, me recibe con un
movimiento de su melena azabache que agita el aire a su alrededor y lo impregna
de su intensa fragancia de rosas.
- Enrique en su línea, siempre haciéndose de rogar, tuerzo el morro
en simetría con el velado gesto de reproche que atisbo tras su media sonrisa.
- La verdad es que últimamente me tiene un poco harta con sus secretos,
sus silencios. He empezado a llamarle Enrique el Misterioso, Patricia me
clava una mirada suspicaz en busca de mi confirmación de sus sospechas. En ese
momento, un camarero cruza entre nosotros a la carrera y tengo que hacer una
finta para esquivarle.
- Tranquila, será una racha de exceso de trabajo que enseguida pasará. Por lo demás, ¿qué tal os va?, le miento y muestro mi interés por su bienestar, mientras me acompaño de un movimiento del brazo izquierdo como restándole importancia al huidizo comportamiento de Enrique.
Por ahora he evitado sonrojarme
con su indagación a bocajarro, pero lejos de atenuar los celos de Patricia,
observo que unas incipientes lágrimas comienzan a perlar los bordes de sus
párpados. Pero Patricia no va a llorar delante de mí, no antes de haberme
extraído la confesión que espera sonsacarme.
Y es entonces cuando la traición
a Enrique empieza a abrirse paso en mi subconsciente como compensación por la
deuda que me ha hecho contraer. La obligación de pago del préstamo me carcome las
vísceras. Traicionar a Enrique, en contraprestación, tildándole de infiel, se
me antoja excesivo. Sin embargo, tras esta acusación, se me abrirían las
puertas del corazón de Patricia, matando así dos pájaros de un tiro. Deleitarme
con la cara que pondría Enrique, compuesto y sin novia, al ver cómo me regodeo
paseando delante de él colgado del brazo de Patricia, no tiene precio.
Cojo a Patricia de la mano y la
invito a acompañarme hasta la mesa más cercana. Sentados de frente, veo que la
niebla de sus ojos empieza a disiparse y que un brillo esmeralda se vislumbra
al fondo de sus pupilas.
- Tengo la sensación de que Enrique me engaña con otra ¿sabes de lo que
te hablo, Fernando? Necesito que me ayudes, me camela haciendo ojitos y
meneando la cabeza con desmayo. El camarero rompe el momento para tomarnos
nota. Patricia se decanta por un café con leche templada sin lactosa y
sacarina, yo me inclino por un cortado sin aditamentos.
La interrupción del camarero ha
vuelto a poner un velo de rencor en la mirada turquesa de Patricia. Me toca
averiguar si su odio va dirigido solo a Enrique o si me incluye a mí como
presunto cómplice. Tendré que echarle imaginación para escurrir el bulto de mi supuesta
culpabilidad y darle la vuelta a mi favor. Ganarme la confianza de Patricia se
me hace tarea complicada, máxime cuando su cambiante estado de ánimo parece
deslizarse por una montaña rusa emocional.
Con aire tranquilizador, poso mi
mano en la suya, mientras precipito mis ojos en los suyos diamantinos. La sorpresa
asoma a su boca en un rictus de desagrado. Hago el ejercicio de dilucidar si su
extrañeza se debe a mi taimada maniobra de acercamiento o se trata más bien de
una simple reacción al sabor amargo del café. Acaba de darle un sorbo corto y
se queda mirando fijamente la taza con un gesto contrariado. Levanta la cabeza
y me pilla desprevenido, concentrado en el grácil dedo meñique de su mano
derecha que me apunta acusador.
- Dime que lo sabes, confírmame que la conoces. ¿Con quién me la está
dando Enrique? ¿Verdad que me pone los cuernos? ¡Fernando, tienes que
decírmelo!, su interpelación sube de volumen a la par que su expresión se
vuelve más tensa y se le hinchan las venas del cuello, hasta el estallido final
de histeria apenas contenida en el que se le inflaman los carrillos. Me
avergüenzo por el numerito que me está montando e, instintivamente, dejo de
aguantar su directa mirada para otear a los lados, nervioso, preocupado por si
algún conocido presencia nuestra escena de enamorados mal avenidos.
- No sé de qué me hablas. Haz el favor de relajarte. ¡Cálmate, la gente nos está mirando!, le increpo en un susurro, trato de tranquilizarla. Con un molinete de mi brazo derecho intento frenar sus aspavientos. Y en el forcejeo desplazo con el codo mi taza, que se tambalea
hasta el borde de la mesa derramando el café sobre el regazo de Patricia.
Excitada y colérica, Patricia se levanta de sopetón, empuja la silla hacia
atrás con fuerza y tira al suelo a una emperifollada señora que pasa por su
lado.
- Disculpe, ha sido sin querer. Aquí mi novio, que me saca de mis
casillas, Patricia se acuclilla por encima de la señora, se interesa por su
estado, caída como se encuentra en el terrazo cuan larga es. Parece que todo se
ha quedado en un susto. Y Patricia le alarga una mano a la señora para ayudarle
a incorporarse. Pero el escándalo que se ha formado en el bar es de órdago y el
camarero se abalanza sobre mí para pedirme explicaciones por la agresividad con
la que me he comportado con mi ¿novia?
Sin inmutarme, escucho los
reproches y amenazas del mal encarado camarero. Mi cerebro en guardia por la
declaración de Patricia de nuestro falso noviazgo. Ilusionado por el cariz romántico
que toman los acontecimientos, escurro el enfrentamiento con el camarero y me
arrodillo junto a Patricia. Me arrimo para ofrecerle consuelo, le paso un brazo
por la espalda. Ella no me rechaza. No descarto que se muestre receptiva por la
excepcionalidad del momento, los nervios a flor de piel, la sensibilidad entumecida
por estar su atención centrada en levantar a la señora del suelo. Tarea en la
que colaboro de buen gusto, desligando mi mano de la cintura de Patricia, hasta
donde distraídamente la había dejado caer.
En el lance, Patricia ha perdido
el zapato de tacón de aguja color burdeos de su pie izquierdo. Lo localizo a mi
espalda, me deslizo por debajo de nuestra mesa para recuperarlo y se lo calzo
con discreción. Cuando mis dedos rozan sus medias negras de licra con costura a
la altura de su tobillo, una descarga de corriente electroestática sacude mi
mano. Confundido por el erizamiento del bello de mi cerviz, en un principio achaco
a la sensualidad la causa del fenómeno, para inmediatamente desechar tal ilusión
y ceñirme a la caballerosidad que se espera de mí para dar por finalizado el
episodio.
- ¿Qué tal te encuentras? Menuda faena. Déjame ver cuánto te he manchado. No te preocupes, ya me hago cargo yo del gasto de la tintorería, me ofrezco servicial a solventar los problemas domésticos que nuestra desafortunada disputa ha causado, tres lamparones como medusas de color tostado sobre la falda de terciopelo granate de Patricia. Su cara,
expresivamente irascible, me confunde. A simple vista, las manchas marrones
moteadas de borra de café tienen difícil arreglo, eso sí, doy por supuesto que
Patricia me hará pagar el desaguisado. Seguramente estemos hablando del doble
coste de, llevar la falda a la tintorería por un lado y, en caso de que el
resultado de la limpieza no satisfaga a Patricia, reponer la falda accidentada
por otra prenda idéntica nueva.
- ¡Vámonos de aquí! Me siento incómoda siendo el foco de las miradas. Acompáñame a hacer un recado. Y a Enrique ya le pueden ir dando, porque no voy llamarle para decirle dónde estamos. ¡Ni siquiera pienso cogerle el móvil!, sale iracunda y desafiante del bar con tal precipitación que tengo que agarrarla del codo cuando se trastabilla sobre sus stilettos en el escalón de la entrada. Detengo su caída y nos damos de bruces con Enrique, que en ese momento entraba impetuoso por la puerta.
- Ya era hora, llegas tarde. Nos has hecho esperar más de una hora a
Fernando y a mí, ¿te parece bonito? ¿No te da vergüenza plantarnos a tu novia y
a tu mejor amigo? Esta vez de nada me sirven tus excusas. Tú y yo hemos
acabado, olvídate de mí, ya no somos pareja. No quiero volver a verte. Pasa
esta misma noche por el piso y recoge tus cosas. Yo dormiré en casa de Fernando
¿verdad, cariño?, la indignación de Patricia, soterrada en las primeras
puyas y reconvenciones, ha ido escalando a medida que el estupor aparecía en el
rostro de Enrique, para explotar en las imprecaciones de la ruptura sentimental
y en una provocación de celos a Enrique conmigo como excusa.
La disfuncional y bizarra
relación triangular que nos une bajo el conjuro de Patricia, tensa nuestros
rostros y congela nuestros gestos en el dintel de la puerta del bar. Es
entonces cuando Enrique saca del bolsillo de su abrigo la caja con la esclavina
de plata envuelta en papel rosa con un lazo fucsia. Nuestro regalo para el día
de los enamorados. Sobrepasado por las circunstancias, valoro vomitar encima de
tamaña injusticia, echar la bilis de mi desazón sobre el objeto de mi
descontento, vaciar mis entrañas de la ira que me consume.
Sin embargo, me fundo
en un abrazo con Patricia y me sumerjo en sus labios.
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