miércoles, 7 de octubre de 2015

La Venus del Diván

Alazne miró por la ventanilla del autobús y saludó con un distendido giro de muñeca a su vecina. Se acomodó en su asiento y seguido se enfrascó en la novela que leía a ratos muertos entre semana. Para su sorpresa, le costó retomar el hilo argumental de la historia que tenía entre manos. Así que dejó volar su imaginación hasta el lecho donde a esa temprana hora aún retozaría Julen.

Alazne y Julen habían estado discutiendo la noche anterior sobre su futuro como pareja. Ella le había confesado entre lágrimas que se planteaba muy seriamente dejarlo. La falta de consideración y detalle por parte de él habían llevado su relación a un callejón sin salida. Después de ver un rato la televisión juntos en el sofá, ella se levantó y se despidió desde la puerta del dormitorio para irse a la cama.

A la mañana siguiente, Alazne no era consciente de haberse percatado del momento exacto en que Julen había apagado el televisor y se había acostado a su lado bajo las sábanas. Ella tenía por costumbre dormirse en el lado derecho del colchón arrebujada como una croqueta. Y si bien su sueño era ligero, casi una vigilia, aquella noche su cuerpo se había deslizado, agotado por las emociones de la víspera, en una pesadilla que la mantuvo atrapada hasta que sintió, físicamente, la gélida mano de Julen toquetear su hombro izquierdo.

El tacto poco sutil de Julen hizo que Alazne emergiese de golpe del mal sueño en el que braceaba al límite de sus fuerzas por sobrevivir en la corriente helada de unos rápidos. De un repentino estrincón volteó la sábana y el nórdico. Lo hizo con la misma furia con la que pateaba el suelo de la piscina cada vez que tocaba fondo para volver a la superficie en busca del aire que le demandaban sus extenuados pulmones. Pero no lo suficiente como para despertarla del todo. Y Julen, avisado por otras ocasiones similares, continuó con su intrusión sin amilanarse. Para evitar que se repitiese el espasmo de Alazne y así reducir el riesgo de que recobrara la consciencia, Julen tomó la precaución de calentarse pies y manos frotándoselas enérgicamente.

De este modo, dejó listo el roce para las caricias. Del hombro de Alazne pasó a sus omóplatos, mientras apartaba con dulzura sobre la almohada su larga melena rubia de leona. Gradualmente, todavía en una especie de duermevela, Alazne sintió cómo se extendía por su corcovilla el amor que irradiaba de la cálida palma de la mano de Julen. Cuando sus dedos empezaron a sobetearle con fruición las nalgas, un latigazo eléctrico recorrió su espalda y le estalló en la entrepierna. En ese preciso momento, Alazne abandonó de mala gana su ensoñación. Su vecina de asiento se había puesto de pie y le estaba pidiendo permiso para salir.

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