martes, 20 de octubre de 2015

Sonabia Beach

La playa de Sonabia tenía un aspecto remozado. El antiguo sendero que llevaba a Liendo y Laredo estaba despejado de maleza. Aquí y allá se podían recoger moras sin ortigarte las piernas. El caballo que recordaba de años anteriores seguía relinchando, fiel, a mi paso. Ahora el camino daba un ligero rodeo y evitaba las dunas. Se conoce que los ecologistas habían hecho bien su trabajo durante el invierno.


Una cerco de listones de madera delimitaba el sendero. Cada cierto trecho había postes con carteles que invitaban a respetar las dunas como un espacio medioambiental declarado protegido. Donde antes había arena, brotaba hierba y la salud de la zona había mejorado significativamente. Una vez en la playa, las últimas mareas vivas se habían comido parte del fondo del arenal. Se había convertido en un muro de casi dos metros cortado a pico.

Aparqué la silla, la nevera de lona y la sombrilla en un lugar céntrico en busca de la ubicación perfecta, con la proporción adecuada a mi alrededor de textiles, chicas en top-less y nudistas. Además, calculaba una distancia al mar de tal modo que mis pertenencias estuviesen protegidas de los caprichos de las mareas, pero quedando el agua lo suficientemente cerca como para no tener que recorrer toda la playa para bañarme.

Me quité toda la ropa y me dirigí hacia las olas a paso ligero. La arena cosquilleaba mis dedos y las plantas de mis pies. Temblé al sentir la caricia del sol como un lametazo en mi piel desnuda. Me imaginé algún que otro indisimulado vistazo a mi persona, pene y nalgas incluidas. Miradas seguramente nada admirativas, pues estaba fuera de forma. Pensé que nuestra presencia vestida o desnuda en la playa se impone las más de las veces contra la voluntad de quien nos ve o directamente nos mira.

En el transistor de la chica de al lado sonaba "Shake It Off" de Taylor Swift. Me dieron ganas de ponerme a bailar allí mismo, sobre la arena y en pelota picada. Pero me fijé en lo ridículos que resultaban unos nudistas que jugaban a palas saltando y brincando, a la vez que hacían botar sus partes, y preferí seguir adelante. Sonreí para mí mientras traspasaba la frontera entre la arena seca y la húmeda, más fresca. Mis pezones saludaron la transición en posición de firmes. A escasos metros de la orilla, el aire levantaba las olas y la espuma perlaba sus crestas como un avance del frío que me esperaba.

Dentro del agua había dos chicas. Les eché aproximadamente mi edad. Una de ellas era rubia y de formas exuberantes, mientras que la morena era más esbelta y delgada. Cuando vieron que me acercaba se pusieron a hablar entre ellas. Al saltar la siguiente ola, la rubia se giró hacia mí. Un costurón le recorría el pecho izquierdo. Tenía la areola y el pezón reconstruidos. No supe qué decir y seguí a la mía. Cogí una ola para disimular. Cuando saqué la cabeza de debajo del agua, la morena me estaba haciendo un mohín que acompañó con un gesto despreciativo. Me lo tenía bien merecido.

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