A Enrique, Alberto y Genaro se les había hecho tarde cenando, así que le preguntaron al camarero por un pub donde tomarse algo a esas horas de la noche de un lunes. Éste les respondió que, si le esperaban a que recogiese, los acompañaba. Y menos de media hora más tarde, un taxi los dejaba en una plaza desde donde se divisaban las luces de un garito.
Cuando se aproximaron, una morena esbelta de pelo largo franqueaba la entrada. Vestía una blusa de raso negro y unos pantalones pitillo de cuero también negros que destacaban su tipazo. Fumaba con el codo izquierdo apoyado en la cadera, la cabeza inclinada hacia la derecha y en su cara se dibujaba un rictus de desprecio o displicencia. El camarero se acercó a ella y le preguntó en un tono distendido y confiado si podían entrar. Ella se desplazó levemente sobre sus zapatos de tacón de aguja rojos y, haciéndose a un lado, le guiñó un ojo a la vez que exhalaba una bocanada de humo. Acto seguido, tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la apagó pisándola con un rápido giro de su pierna derecha. Por supuesto, Diego, pasad, pasad, que aquí son todas putas menos la dueña, les invitó, al tiempo que se levantaba la blusa para pellizcarse los pezones por encima de un sujetador de encaje rojo y les sacaba la lengua en un gesto procaz.
Enrique, Alberto y Genaro se miraron entre sí. Y ellos que pensaban que el tal Diego (que ya le había cogido por la cintura a la Madame y atravesaban juntos la puerta) iba a llevarlos a un bar de copas… Una vez dentro, después de pedir una ronda, los tres amigos se apalancaron en una esquina y siguieron con la conversación de negocios que habían venido manteniendo durante la mayor parte de la cena. De vez en cuando, alguna chica se les acercaba sugerente y les hacía morisquetas o les enseñaba una teta para sacarles de su enfrascamiento, pero ni por ésas. Una y otra vez, ellos se mantenían firmes y se excusaban diciendo que únicamente estaban ahí para tomarse una copa y hablar de sus cosas. Vosotros os lo perdéis, solían responderles ellas, alguna incluso molesta y enojada por no contratar sus servicios.
-¡Por nosotros! Se avecinan tiempos difíciles, quizás no repitamos esta cena estando los tres en la empresa, aventuró Enrique mientras chocaban sus copas en un liberador brindis.
-¿Y eso?, aunque Genaro creía estar al tanto de muchas de las interinidades de la empresa, no se las conocía todas ni mucho menos, y ésta parecía ser importante.
-Gustavo nos ha pedido a los socios minoritarios que nos bajemos el sueldo y nosotros no estamos dispuestos a ceder, terció Alberto para descargar a nuestro Director Comercial de la presión de tener que darle explicaciones a Genaro, su amigo de la infancia.
-¡Joder! ¿Y qué opciones tenéis de saliros
con la vuestra? Porque, conociéndole a Gustavo…, exclamó Genaro entre
sorprendido y enfadado. Los puntos suspensivos expresaban su desesperanza,
basada en el hecho de que Gustavo había demostrado, desde que le conocían, que no le gustaba perder ni a las
canicas.
-Díselo
tú, Alberto,
le cedió Enrique la palabra a nuestro Director de Servicio.
-Muy sencillo, Genaro, si no pasamos por el aro, Gustavo nos ha amenazado con una demanda judicial por estafa. Y eso ya son palabras mayores, estamos hablando de otra liga, ¿o no?, reveló Alberto como si del secreto mejor guardado se tratara.
Y así era, al menos para Genaro, que no estaba preparado para recibir semejante jarro de agua fría y miró a su alrededor en busca de consuelo. Pero sólo pudo ver a Diego magreándose con una rubia despampanante al otro lado de la barra.
-¡Manda
huevos! Con lo que os lo habéis currado para llegar hasta aquí, y ahora
este niño de papá os levanta la empresa y, no contento con eso, pretende dejaros con una mano delante y otra
detrás. ¡Valiente Cabrón!,
se alivió Genaro en un ataque de ira que no era propio de su carácter.
-Si te vas a cortar, Genaro, ya lo digo yo. Gustavo es un auténtico ¡Hijo de la Gran Puta!, con todas las letras, le salió del alma, casi en un grito, a Enrique, que había estado mordiéndose la lengua para no alterar la tranquilidad que reinaba hasta entonces en el local.
Diego y la rubia de bandera, como impulsados por un resorte, cesaron en sus maniobras amatorias y recompusieron el gesto, alterados por el volumen del improperio lanzado por Enrique.
-¡Haya,
paz, que aquí tengo crédito!,
les espetó Diego sin ánimo de provocar, pero lógicamente dolido por la
posibilidad de que aquellos tres extraños le amargasen la noche de arrumacos
con Vanessa y, lo que es peor, arruinasen su reputación con la Madame, su amiga Sandra.
-Tranqui,
tronco, tienes razón, no va a volver a pasar, seguid a lo vuestro y tengamos la
fiesta en paz, se
disculpó sinceramente Enrique, y se dirigió a los otros dos.
-Esto
es lo que hay y no lo podemos cambiar, así que habrá que poner pie en pared y
pasar a modo resistencia,
resumió Enrique la situación.
-¿Y
qué creéis que va a ocurrir?,
le venció la curiosidad a Genaro.
-Hay
que estar preparados para esperar lo peor, porque ya sabemos que Gustavo
no va a dar su brazo a torcer,
apostilló Alberto.
-Lo digo como lo siento, por lo que me contáis, esto se parece cada vez más al timo del tocomocho: Gustavo os acusa de haberle estafado, cuando, realmente, ha sido él quien os ha engañado a vosotros, sentenció Genaro, y de un trago se terminó el último culillo de su copa, dando por terminada la conversación.
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