La especialidad que presentamos hoy se llama femdom (dominación femenina). La empresa encargada de la retransmisión ha puesto como reclamo otros cinco tags más: bondage, spanking, dirty talking, cuckold y orgasm denial. La ceremonia está a punto de comenzar, ocupen sus localidades. Mientras conectamos con la mazmorra, les proporcionamos unos datos técnicos de interés.
La dómina es una rubia de generosas medidas: 1 metro y 72 centímetros de altura, 100 centímetros de pecho, 70 centímetros de cintura y 100 centímetros de cadera. Aunque su especialidad es la doma verbal y psicológica, también es experta en inmovilizaciones, azotes y latigazos. Si antes lo decimos. Ahí tenemos un primer plano de su cara, ojazos verdes con leves toques de maquillaje azul en los párpados, pestañas postizas y la línea del párpado marcada a fuego con rimmel. La mandíbula apretada dibujando un severo rictus de desprecio y desdén. Y los labios pintados de un rojo vivo emitiendo un mensaje contradictorio de sensualidad desbocada.
Se abre el plano a la altura de dos contundentes tetas perfilados por unas tiras de cuero negro acharolado que apenas si los sujetan. El efecto visual es el de un pecho grávido y voluptuoso. Y coronándolo, dos pezoneras de satén rojo. Por debajo, un corsé a juego con el sostén ciñe el vientre y la cintura de la dómina, contribuyendo a resaltar su busto rebosante. Los brazos de la dómina están enfundados en unos guantes de latex que le cubren hasta el codo. Una tanga de encaje de seda roja se ajusta al prominente pubis de la dómina, si bien, deja entrever, a contraluz, su depilado monte de venus y una rasurada sonrisa vertical. Unas ligas rojas que parten del corsé pinzan la cenefa bordada de unas medias de rejilla negras que remarcan unos muslos torneados en pilates. Por último, unas botas de charol negras de cordones cubren prácticamente la pantorrilla de la dómina. Elevada sobre unas plataformas y un tacón de aguja de vértigo (de 15 centímetros, a ojo de buen cubero) transmite una seguridad en sí misma y un poderío al que es difícil sustraerse.
La dómina se gira sobre sí misma y la cámara nos brinda un plano de su larga cabellera rubia recogida en una tirante cola de caballo que le llega casi hasta el culo. Como un reclamo al pellizco lujurioso, las nalgas de la dómina sobresalen respingonas y turgentes. Levemente separados por el hilo rojo de la tanga y realzados por los stiletto, sus dos cachetes se bambolean y parecen tener vida propia cada vez que la dómina cambia su pie de apoyo. El sumiso, por su parte, es un tipo musculoso y está en pelota picada (completamente desnudo, vamos). El inocente de él se tapa la entrepierna con las manos, pero esta prevención le va a servir de poco con semejante dómina. Tiene pinta de ser un principiante, y no nos extrañaría que ésta sea su sesión de iniciación (en nuestra defensa, la organización, lógicamente, no nos ha facilitado datos del sumiso, quien lleva la cabeza cubierta por una capucha para proteger su anonimato). La dómina se pone a dar vueltas alrededor del sumiso, quien, erguido sobre sus musculadas piernas, parece adoptar una postura altiva y displicente. La dómina tiene tarea por delante, le bajará los humos hasta que se muestre contrito y humillado.
-Separa las piernas y pon los brazos a los costados.
-A sus órdenes, mi Ama.
-Veo que
tienes un cuerpo muy bien trabajado en el gimnasio y tienes una polla muy bien
dotada, pero ningun@ de l@s d@s te van a servir de nada conmigo. ¿A qué has
venido hoy aquí?
-A obedecer a
mi Ama en todo lo que me mande. Soy su fiel sumiso, mi Ama.
-Hablas como
un sumiso, pero tu actitud denota que no conoces la disciplina de la
obediencia. Pero eso déjamelo a mí, y verás lo rápido que aprendes a respetar a
tu Ama.
-Levanta los brazos.
Dirigiéndose a la pared derecha de la mazmorra, la dómina acciona un botón en la pared y dos cadenas de acero se deslizan del techo a la altura de los manos del sumiso. La dómina apresa con destreza las muñecas del sumiso en sendos brazaletes de cuero. Mientras, con exquisita profesionalidad, le pregunta si le aprietan.
-¿Te hago
daño?
El sumiso
gira la cabeza en señal negativa.
-¡Responde!
-No, mi Ama, no me hace daño, mi Ama.
Displicente, la dómina le da la espalda al sumiso, y en este movimiento sacude su lacia cabellera contra su pecho rocoso, roce que la polla del sumiso malinterpreta como una caricia e, inconscientemente, empieza a ponerse morcillona. Para entonces, la dómina se ha alejado dos metros, aproximadamente, contoneando su descomunal culo a cada paso, ante la atenta mirada del sumiso. Una vez allí, se planta sobre sus stiletto con las piernas ligeramente abiertas y empieza a darse manotazos en las nalgas, por turnos, primero la izquierda y luego la derecha. Después de tres o cuatro azotes por cachete, mira ligeramente sobre sus hombros para ver el efecto de sus actos en el sumiso. La erección de éste es ya innegable. Pero ahí está ella para enseñarle al sumiso a dominar esos impulsos que él considera irrefrenables. Con un gesto contrariado en la cara, desanda con garbo la distancia que le separa del sumiso, y le propina un sopapo con la mano izquierda, a la vez que le prohíbe empalmarse delante de ella.
-Es de muy
mala educación empalmarse delante de tu Ama. Me lo voy a tomar como una
desconsideración por tu parte. Así que recibirás un castigo por ello.
-Perdón, mi
Ama. Siento haberle faltado al respeto, pero no me he podido controlar, mi Ama.
Es usted tan sexy.
-Tus halagos
babosos no te van a librar del castigo. Te voy a ensañar a meterte tus
libidinosos piropos por el culo.
-Tiene toda
la razón, mi Ama. Asumo mi culpa, merezco que me aplique un ejemplar castigo,
mi Ama.
Sin esperar a escuchar la última perorata de su sumiso, la dómina se acerca a un armario empotrado a la izquierda, al fondo de la mazmorra. Abre la puerta, descuelga una paleta y se aproxima al sumiso por la espalda, sin darle pistas sobre lo que le espera.
-Inclínate hacia adelante.
El sumiso, a
regañadientes, tira de las cadenas hasta que éstas hacen tope, y su culo queda
ligeramente en pompa.
-Plash! El
primer paletazo le pilla desprevenido al sumiso. Da un respingo y se tambalea
colgando de las cadenas.
-Ay! Me hace
daño, mi Ama.
-Y más que te
voy a hacer.
-Plash!
Plash! Plash!
-Ay! Ay! Ay!
-Deja de
quejarte como una nena si no quieres que aumente el castigo.
-Sí, mi Ama.
Las nalgas del sumiso empiezan a teñirse de rojo. ¡Eso tiene que doler! Por no hablar del calor que tiene que estar sintiendo el sumiso en sus carnes. Sin embargo, como si de vasos comunicantes se tratara, como quien dice, por ósmosis, la tensión en la polla del sumiso disminuye ostensiblemente. Y ésta se retrae, poco a poco, hasta volver a su, no obstante, portentoso, estado de reposo.
-Así me gusta, que se sepa quién manda aquí.
-Gracias, mi
Ama. No volverá a ocurrir, mi Ama.
-Mejor dicho,
no te daré la oportunidad de que se repita. Al menor indicio de que se te
empina ese micropene de mierda tuyo, te doy una patada en los huevos.
-Le pido
disculpas por mi atrevimiento, mi Ama.
Y agarrándole con la mano derecha por el cuello, la dómina le sacude al sumiso un último paletazo, más fuerte que los anteriores, a modo de colofón o última palabra. Acto seguido, la dómina le da un respiro al sumiso, que aprovecha para devolver la paleta a su lugar en el armario. De nuevo frente al sumiso, la dómina se queda mirándolo un rato fijamente como queriendo hipnotizarlo y, sin previo aviso, le coge de las pelotas y aprieta.
-¿Quién manda aquí?
-Usted, mi
Ama.
-Más alto que
no le oigo.
-Usted es la
que manda, mi Ama.
-Muy bien,
así me gusta. Creo que, por ahora, es suficiente. Te voy a soltar, quiero que
conozcas a uno de mis esclavos, por si algún día también tú te conviertes en
uno de ellos.
Y quitándole la capucha de la cabeza y liberándole de las ataduras que lo prendían a las cadenas, la dómina lleva de la mano al sumiso hasta el rincón más alejado de la derecha de la mazmorra. Según se acercan, la cámara capta una jaula como de perro, desde donde, un hombre desnudo, en cuclillas y encapuchado, al igual que nosotros, ha estado observando toda la sesión. A su manera, nos atreveríamos a decir que está disfrutando, a tenor de su polla y sus huevos hinchados, encapsulados en una jaula de pene a modo de cinturón de castidad.
-Te presento a mi esclavo. No esperes que te responda, porque tiene prohibido hablar sin mi autorización.
En el interior de la jaula el esclavo se revuelve e intenta lamer las botas de su Ama a través de los barrotes, sin éxito. La dómina le recrimina su falta de tacto ante el sumiso.
-Que sea la última vez que te comportas así delante de uno de mis invitados. Ahora mismo vas a recibir tu merecido.
La dómina se dirige hacia el armario donde guarda su arsenal de artefactos eróticos, y extrae del mismo un látigo de cuero fino con el acabado del extremo en forma de bola. Con ligereza y soltura, hace restallar tres veces el látigo en el aire, mientras vuelve sobre sus pasos. A dos metros de la jaula, estrella un cuarto latigazo en el suelo, a modo de calentamiento. Cuando lanza un quinto latigazo contra los barrotes, el esclavo salta y se da con la cabeza en el techo de la jaula a la vez que exhala un gruñido dentro de su capucha. Su reacción provoca en la dómina una respuesta inmediata en forma de latigazo al aire, otro al suelo y el último, contra la jaula otra vez, se enreda en uno de los barrotes próximos al esclavo, restañando levemente un centímetro de piel sobre su hombro izquierdo. Henchida de orgullo por haber logrado diana, la dómina se gira hacia el sumiso y le conmina a seguirla.
-Vamos a darle a este esclavo una lección que no olvidará jamás. Sé que tiene celos de mis otros esclavos. Se le olvida que, aunque todos ellos me pertenecen, yo no soy propiedad de nadie. Así que vas a follarme en su presencia, para que aprenda que la libertad de elección de su Ama está por encima de su propia vida.
-Encantado
de satisfacerla y darle gusto, mi Ama.
-Ya veo que
no has entendido nada. Todavía no eres más que un aprendiz. Y como no me fío de
que seas capaz de contener tu eyaculación hasta que me corra, vas a follarme
con esto.
La dómina descuelga de un gancho en la pared y le alcanza al sumiso un arnés de cuero con tachuelas metálicas que lleva incorporado un dildo realista, de color fucsia y dimensiones similares a la polla en erección del sumiso. Dada la impericia con la que se maneja el sumiso, la dómina le ayuda a ceñirse el arnés a la cintura. Después, aplica una dosis generosa de lubricante sobre el dildo, y lo extiende con su mano izquierda desde el glande hasta la base del tronco, en movimientos circulares que, a la vista está, excitan al sumiso.
-Relájate si
no quieres que descargue mi látigo contra tu espalda de esclavo.
-Disculpe, mi
Ama. Ahora mismo me recompongo, mi Ama.
Mientras el sumiso inhala y exhala para rebajar la tensión de su polla enhiesta, la dómina despinza los ligueros, se baja la tanga y se inclina sobre la parte superior de la jaula, ofreciéndole un primer plano de sus grávidas tetas y de su acicalado coño a su esclavo. La dómina ha reservado para el sumiso su espléndido culo. Con un gesto de su mano izquierda le conmina a que se acerque.
-Fóllame por detrás. Y ni se te ocurra sobarme el culo. También te prohíbo que me toques las tetas, quiero que mi esclavo vea cómo se bambolean ante sus ojos mientras jodemos, hasta que al berraco de él se le pongan las pelotas moradas.
-Así lo haré, mi Ama. Será un placer cumplir sus órdenes, mi Ama.
-No es mi intención que obtengas placer ninguno. Te advierto que me gusta que me follen duro. Y si consigues que llegue al orgasmo, quizás te deje masturbarte.
La retransmisión continua durante un par de minutos más, en los que la cámara filma los prolegómenos del asalto del sumiso a la grupa de la dómina, para después centrarse en media docena de metesacas del estoque (color carne, que no fucsia) en el acicalado coño de la dómina. Cuando el sumiso aúlla su orgasmo y la dómina pone cara de asco al sentir el escupitajo de esperma del micropene remontar su vagina, la grabación se funde a negro.
¡No quiero ni pensar qué ha sido del iniciático sumiso! Seguro que tuvo que activar la palabra de seguridad: ¡Albatros!
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