jueves, 13 de marzo de 2014

Cita a Ciegas

En la época del franquismo los serenos patrullaban las calles cuando la oscuridad se cernía sobre las ciudades. Durante el aperturismo de la transición los porteros de noche y los conserjes de hotel pasaron a ser quienes hacían más fácil la vida a clientes y transeúntes. Más tarde, hostales y pensiones eran el lugar donde llevar al ligue de turno o a la novia en fin de semana. Ese ambiente canalla rezuma Los Conserjes de Noche, tema con el que Quique González acostumbra cerrar sus conciertos y que pertenece a su primer álbum Personal. El relato erótico Cita a Ciegas que sigue a continuación está inspirado libremente en el post Ocho escenarios sexuales para mantener la chispa de Venus O´Hara en el blog Eros de El País.



Mara nunca antes había concertado una cita a ciegas. Nerviosa como una quinceañera en su primera vez, se vistió siguiendo las detalladas instrucciones que había recibido por e-mail. Las normas que había aceptado seguir eran sencillas y no podía saltárselas. En su fuero interno se sentía ridícula por transigir, pero la atracción de la aventura era superior. El novedoso juego era un aliciente, un chute de adrenalina. Observó su transformación frente al espejo y se dio el visto bueno. Tras un último toque de Aire de Loewe en el cuello y detrás de las orejas, ya estaba lista para acudir al hotel donde había quedado con su apuesto, esperaba, amante.

Paró un taxi en la calle con gran estrépito de frenazos y expectación en la acera. Elevada sobre unos zapatos rojos Louboutin con unos tacones de aguja de vértigo, mostró sus piernas a un par de curiosos transéuntes hasta más allá de los límites del decoro. Para su regocijo, el taxista también se quedó boquiabierto al ver a través del retrovisor su entallado pecho embutido en una blusa de satén blanca con los tres botones superiores desabrochados y un colgante de fantasía perdiéndose en el canalillo de sus tetas. Apenas si hubo pronunciado la dirección a la que deseaba ir, cuando el desconcertado hombre se giró para enfrentarse en primer plano con sus labios Rouge de Dior. Donde usted diga, señorita, alcanzó a decir entre ruborizado y avergonzado cuando acertó a vislumbrar el triángulo de la tanga bajo su falda.

A la entrada del hotel, los ejecutivos de traje y los profesionales de sport, volvieron a rendirle pleitesía, y Mara empezó a sentirse cómoda en su personaje. Las medias con costura realzaban sus ya de por sí estilizadas piernas. Y se imaginaba lascivas miradas subiendo del rojo de sus suelas al negro de sus nalgas, prietas en la ceñida tela de raso. Se obligó a dar pasos cortos por la altura de los tacones y lo escuento de la falda. Quería así evitar revelar las ligas. Pero semejante esfuerzo de ocultación confería a su lento caminar mayor sensualidad si cabe. Mara tomó conciencia de su poder de seducción a medida que recorría con sus ojos de postizas pestañas el recibidor del hotel. Las indicaciones para identificar a su pareja no habían sido tan precisas como las correspondientes a los detalles del juego, así que tuvo que girar sobre sí misma un par de veces con disimulo antes de hacerse una idea y dudar entre dos de los tipos que se encontraban sentados en sendos sillones.

El primero de ellos era un apuesto cincuentón que vestía con elegancia un traje gris marengo y corbata azul marino con puntos blancos. A Mara no le gustó, sin embargo, su pelo canoso y las prominentes entradas que flanqueaban su frente. Metro ochenta, calculó a ojo de buen cubero, de complexión fuerte trabajada en el gimnasio, vigoréxico, por más señas. Del segundo auguró que sería mejor amante. Un joven que no superaría la treintena y la haría quedar como una cougar asaltacunas. Pero hay que reconocer que el chico estaba para comérselo, se dijo Mara para sí. Menos fornido, pero mejor perfilado, con el pelo en su sitio y una barba hipster de tres semanas y sin arreglar, tal como dictaba la moda del momento. Un blazer azul apenas disimulaba los pectorales bajo una camisa a cuadros en tonos rosados cuyo pico superior se entreveraba con el vello. ¡Una invitación a perderse en la superficie cutánea de semejante ejemplar de modernidad!

¿Quién de ellos dos sería su partenaire en el juego que no había hecho sino empezar? Mara carecía de información precisa como para apostar por uno u otro. Y lejos de su intención parecer una buscona escort. Así que amagó sentirse halagada y se dirigió al ascensor. Mientras se insinuaba, le pilló por sorpresa el trallazo de calor repentino que se instaló a traición en su entrepierna cuando los ojos caoba de su joven promesa se quedaron por un instante detenidos en la cruz de sus senos. Sin precipitarse, tuvo el acopio de sentido común suficiente para encarar la doble puerta del elevador, la dulce sensación extendiéndose a la velocidad de la luz por su piel hasta endurecerle los pezones. El espejo de la cabina la delataba, bajo su sostén brotaron dos polizones en perfecta simetría a la botonadura de la blusa. Salvada por la campana, pensó. Una vez en la cuarta planta, se deslizó por el pasillo hasta la habitación convenida. Ella entraría primero y esperaría a que el desconocido llegara.

Un cuarto de hora más tarde, un cuarentón entrado en carnes, medio calvo y con sobrepeso recorría con detenimiento las placas de los números de habitación en las puertas hasta llegar a la 420. Se detuvo dubitativo unos instantes e introdujo la tarjeta para abrir, aunque antes miró furtivamente a uno y otro lado del corredor, como si temiese ser cazado comentiendo una indiscreción. El cuarto se encontraba a oscuras, a excepción de un pequeño hilo de luz que entraba a través del ventanal del fondo de la estancia. Recortada contra este leve rayo y envuelta en su luminosidad se silueteaba una esbelta figura: la incógnita mujer con quien Jon se había citado a espaldas de su legítima consorte. Por fin podría dar rienda suelta a sus más secretos deseos. Escenificar las estampas amatorias que una y otra vez su esposa le negaba, para su desazón e impotencia. ¡Ahora sí, tendría la sartén por el mango!

Las instrucciones eran tajantes, dispondría a su voluntad del cuerpo de la mujer que se perfilaba en la claridad. Eso sí, debía conducirse dentro de los límites a los que ella había accedido consentir, sin propasarse en ningún caso. Hacerlo implicaba que ella tenía la potestad de zanjar el juego de forma fulminante al instante siguiente de cometer él un desliz. La mujer no alteró su pose ni se movió ni hizo el más mínimo gesto ni amago de haber detectado su presencia en la estancia. Así que, sigilosamente, sin apenas ruido, él prosiguió su avance por la alfombra estampada, mientras adaptaba su vista a la escasa luz que albergaba la habitación. No quería perder detalle del regalo de San Valentín que le esperaba en forma de un cuerpo escultural vestido tal y como él había requerido. Y repasó en su memoria el listado de sus manías de abajo arriba, tal y como ahora revisaba a su objeto de deseo.


Habría de calzar elegantes y auténticos zapatos de cuero negro con tacón de aguja y acabados en punta. Las piernas arropadas en medias también negras con costura, rematadas por ligueros. En el vértice de las piernas unas braguitas tanga en muselina negra para realzar las nalgas. Un corpiño encorsetaba el vientre y el pecho de la enigmática mujer que se perfilaba contra las cortinas. La cintura reducida y estrecha, los brazos en jarras, las tetas desbordantes sobre el sostén como dos tórtolas a punto de elevar el vuelo. Y el canalillo delimitado por un colgante de plata de ley con una perla engarzada que brillaba sobre la piel tostada, como una luna a punto de precipitarse por el acantilado de un cielo estrellado. El pelo rubio recogido en un moño a la altura de la nuca que dejaba libre un cuello de cisne delicado y palpitante con los nervios de la incertidumbre de la entrega. El rostro apenas vislumbrado en la penumbra, levemente maquillado en tonos rojos y negros.

La pasividad de la mujer no era impostada ni mucho menos. Según lo convenido, ella debía comportarse como si él no existiera, conduciéndose con displicencia e incluso ese punto de desdén que a él tanto le ponía en una mujer, como contrapunto a la predisposición a veces servil de su esposa, que le producía el efecto contrario y acababa por desanimarlo. Pero antes de consumar el acercamiento, Jon se saltó sus reglas y quiso agradecer a Mara haberse prestado al juego dándole un amantísimo beso de esposo.

 

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